viernes, 9 de marzo de 2007

Mi niño muñiño


Hace días tenía la necesidad de sentarme aquí, frente a mi computadora, que es como sentarme frente a mi corazón a escribir acerca de mi niño muñiño, de mi mucha, de mi pelu. No sé si logre terminar, porque aún no empiezo y ya las lágrimas en mis ojos me impiden ver claramente las letras en la pantalla, sin embargo sigo, como sigue uno ante los dolores de la vida, como sigue uno después de las despedidas, después de los finales, después de las muertes. Y no es que uno siga porque quiere, o porque ya no le importe, simplemente se sigue porque no se tiene otra opción, porque “así es la vida”, “así es la muerte”.
Dicen que la mejor manera de recordar a nuestros seres queridos que se van es con alegría, recordando los momentos de felicidad. Hoy además de drenar mi dolor quiero hacer eso por mi mucha, dejar en estas líneas esos momentos de felicidad que me dio mientras estuvo conmigo, esos momentos en que formó parte de mi vida, de mi casa, mi niñez, mi adolescencia, mi adultez.
Recuerdo que desde muy niña deseaba con todas mis fuerzas tenerla, y se lo pedía a mi mamá, “déjame tenerla”, no sabía que era ella quien estaría conmigo, pero yo desde niña la reclamaba, y lloraba cuando mi madre me la negaba.
Tenía once años la primera vez que la vi, ella apenas tenía dos meses de nacida, era hermosa, catirita, juguetona, arisca, brincona. No soporte las ganas de acercarme y tocarla, aún recuerdo esa sensación de su pelo de bebé, suave, rizado, que se quedaba en mis manos y en las de cualquiera que se le acercara. Dejaba su pelusa por donde quiera que corría, en ese entonces lo que me sorprendía de ella eran sus pelitos saltones y suaves como algodón y tal vez por su mirada indiferente en ese primer encuentro no logré ver lo más bello que tenía, lo que siempre recordaré con un amor incalculable, esos ojitos color miel que siempre supieron hacerme saber lo que sentía y quería ese pequeño ser a mi cargo.
Poco tiempo después por su comportamiento infantil, era lógico, era una niña, sus padres no la quisieron más, y un día mientras yo jugaba a cazar saltamontes en la tierra su madre me pregunto: “¿te gustaría quedarte con pelusa?”. Yo no podía creer semejante pregunta, tal vez para un adulto sea difícil entender lo que para una niña de 11 años significa esa pregunta. Con mi voz anudada apenas pude decir: “tengo que pedir permiso”. Salí corriendo, subí hasta el segundo piso (vivía en un edificio) y comenzó mi tarea, la parte que me tocaba. Ya la vida había hecho suficiente ofreciéndomela, quedaba de mi parte ganármela. La tarea fue dura, pero salí triunfadora y con la promesa de cuidarla, bañarla semanalmente, sacarla a hacer pipi todos los días, y hacerme responsable de ella, logré tenerla en casa.
Los primeros días fueron dolorosos para las dos, ella, acostumbrada a su antiguo hogar lloraba toda la noche desconsolada, yo, loca por darle todo mi amor sufría de ver que no quería estar conmigo. Poco a poco y a medida que yo la alimentaba, jugaba con ella, la sacaba a pasear, la acariciaba, fue descubriendo en mi la confianza, el amor, la alegría, y esa mirada que en su primer encuentro fuera indiferente comenzó a unirse a mi, esos ojitos comenzaron a mirarme con amor, siempre, siempre con amor, aunque algún día ella se portara mal y yo la regañara ella siempre, siempre me miraba con amor, con ese amor incondicional.
En esos años mi mamá, hermano y yo vivíamos en Valera. Entonces viajábamos semanalmente a Barquisimeto para ver a mi papá. La pobre como era chica no toleraba las curvas y terminaba vomitando en cada viaje. Afortunadamente ella se sentaba en el espacio ese, por encima del asiento de atrás como si fuera su lugar, de hecho, se apropio de el, y cada vez que salíamos, ella brincaba al asiento y de un salto se metía en ese espacio donde cabía perfecta y cómodamente. Y en sus momentos de mareo se nos hacía fácil limpiarla si acaso no nos daba tiempo de pararnos y bajarla.
Recuerdo que comenzaba a hacer un ruido característico, como si estuviera atorada con algo y quisiera escupirlo, entonces sabíamos que venía el momento de sacar los periódicos y auxiliarla. En Valera la sacaba a pasear todos los días, antes nunca salía del apartamento, y no conocía a nadie, además era muy penosa y de alguna manera me costaba hacer amigos. Después de ella, toda la urbanización me conocía, su belleza era encantadora, todos sabían quien era pelusa, y por lo tanto, quien era su dueña. Para entonces no sabía muy bien donde debía orinar, aunque orinaba en el apartamento ella sabía que el piso del balcón era para ella. Una vez en Barquisimeto aprendió que el sitio para ella era la tierra de las áreas que rodeaban el edificio.
Siempre sabía como expresar sus necesidades, y siempre entendía mis palabras. Quisiera poder expresar en estas líneas ese sonido que emitía cuando quería salir a pasear, siempre era el mismo, era su lenguaje, y todos en casa se lo entendíamos, era algo así como ¡ujm ujm ujm ujmmmmm ujm!. Así como ella entendía cuando yo le decía: “¡pelu vamos a bañanos!”, “¡vamos pa abajo!”, “¡sacúdase!” (después de bañarla yo se lo decía), “¡vamos pa arriba!”. La pregunta acusadora: “¿qué hiciste pelusa?”, cuando hacía alguna travesura, “¡toca la puerta!”, “¡Bájese de la cama!”, “¡Súbete mucha!”. “¡No salga de aquí que está castigada!”.
Hasta que tuvo 6 años durmió siempre conmigo, luego nació mi hermanita y las cosas tuvieron que cambiar un poco, pero yo conocía siempre el estado de su cuerpo, le descubría las garrapatas, alguna vez descubrí una en mi cabeza y mi mamá una en el pequeño pene de mi hermano (era normal que fuera pequeño, tenía once años). Sabía cuando alguna espinita proveniente del monte productos de nuestros paseos diarios se le había clavado en alguno de sus piecitos o en cualquier parte de su cuerpo rosadito. Si, era tan catirita, todo su cuerpo era rosadito, suave y rosadito, tan delicadito, parecía una princesita, sus orejitas eran tan finas, tan vulnerables, y sólo allí debajo de sus orejitas mantuvo durante mucho tiempo sus pelitos de bebe, rizados y muy finos (también allí las malvadas garrapatas lograban sus mejores banquetes). En el resto de su cuerpo su cabello cambió, se hizo más grueso pero se mantuvo suave, sedoso, abundante y sobretodo presente en toda la casa, en toda la ropa, y muchas veces, en toda la comida. La casa estaba invadida de ella, su presencia estaba en toda la casa, y nuestra ropa siempre tenía la marca de su existencia, si mis pantalones eran negros era mucho más evidente, y cualquiera que entrara en casa salía marcado por pelusa. Recuerdo que cuando recién se vino conmigo su nombre me parecía un poco común y hasta pensé en cambiárselo, días después entendí que su nombre era ella, que ella era su nombre, yo no podría cambiarlo.
Era divino amanecer con ella, era tan consentida, que incluso ponía su cabecita sobre la almohada, y a veces, cuando estaba sola, se montaba en la cama y como una niña tomaba con sus patitas delanteras la punta de la sábana, se la ponía entre la boca y chupaba. Yo decía que chupaba trapito, como lo hacía yo hasta que tuve quince. La regañábamos cuando lo hacía pero nos parecía una ternura. Pero lo que no nos parecieron una ternura fueron sus travesuras de infante. La peor de todas fue masticar hasta destruir el control del televisor, y comerse sin piedad los zapatos de conciertos de mi papá. Ese día fue el único en que fue severamente castigada, pero, más le dolió el castigo a mi papá.
Estoy segura de que pelu sabía lo que era tener sentimiento de culpa. Siempre que se vomitaba las camas, se revolcaba en mortecina, hacía pupu donde no debía yo la castigaba dejándola unos minutos en el lavadero. Una vez, la encontré en el lavadero aparentemente sin razón, busqué en la casa y encontré la travesura, no lo podía creer, ella sabía que había echo mal y por si misma tomo su castigo, se auto castigó. Apenas me di cuenta la libere. Su cara, sus ojos, los movimientos de su colita en esos momentos de angustia de ella por haber echo mal no voy a olvidarlos jamás.
No sólo me dio lindos amaneceres, al principio la sacaba a pasear cada vez que me lo pedía, luego tuve que dejar sus salidas para las noches, cuando llegaba de la Universidad. Fielmente Salíamos a pasear, recorríamos el edificio, yo la seguía y cuidaba que no se comiera alguna cosa inadecuada, además la cuidaba de los chicos que por lo linda que era siempre la buscaban.
Fueron miles los cielos que vi con ella, las estrellas fugaces, las noches frías, las noches calientes, las noches tristes, las más alegres, todas, estuvieron dentro de esos recorridos diarios que por más de 17 años hicimos juntas. A veces ella se separaba de mi, a veces le gustaba sentirse independiente, pero otras, cuando yo me detenía a conversar con algún vecino se devolvía y me reclamaba con sus ladridos. Me decía:”¡hey estás paseando conmigo, no te quedes!”. Yo lo entendía. Como logré entender todo, cuando lloraba de miedo, cuando lloraba de dolor, cuando ladraba de miedo, cuando ladraba de rabia, cuando ladraba de alegría porque encontraba a mi hermano o papá cuando jugaban las escondidas con ella, cuando ladraba para hacer creer a los otros que era una niña brava.
Así como yo la entendía ella nos entendía a nosotros, cuando le decía que nos bañáramos me rogaba que no lo hiciera, que no la bañara, pero una vez terminábamos el baño salía corriendo del baño y me pedía que la sacara a pasear, tenía que hacerlo porque siempre le daban ganas de hacer pipi después del baño. Luego, a causa de mis ocupaciones de adulta fueron reduciéndose las veces en que la sacaba no solo en el día sino en la semana, entonces ella decidió usar el baño así como nosotros lo hacíamos para nuestras necesidades, ella lo descubrió sola. Y allí se relajaba cuando yo o mi hermano no la sacábamos.
En las mañanas nos despertaba a fuerza de besitos con su lenguita finita y rosadita, era tan dulce, también me llegó a dar muchos besos cuando yo me encerraba triste en mi cuarto por alguna razón adolescente, o por alguna razón femenina. Siempre me consolaba, estoy segura de que sentía mi tristeza, estoy segura. También me acompañaba fielmente mientras tocaba mi chelo por horas en mi cuarto.
Era juguetona, siempre fue una niña feliz, a veces, en vez de ir con ella a pasear la dejaba ir sola, y un rato después la llamaba con un silbido que ella reconocía. Donde fuera que estuviera al escuchar mi silbido, se quedaba como paralizada, levantaba sus orejitas y venía corriendo hasta la casa, tocaba la puerta con sus patitas y yo le abría. Alguna vez también se escapó fuera del edificio, pero yo salía y la encontraba.
Una vez paseando con mi papá un carro casi la atropella, afortunadamente sólo le quito una vértebra de su colita, pero la cantidad de sangre que derramó me asusto tanto que no tuve ni fuerzas para llevarla al doctor, pensé que estaba rota por dentro. Mis padres la llevaron. Yo temía que muriera en mis manos.
Recordaré su aliento, cuando jadeaba después de sus recorridos, cuando jadeaba después de sus juegos, cuando nos pedía comida por debajo de la mesa. Siempre se lo permitimos, siempre le lanzamos comida, siempre la compartimos con ella. Se volvía como loca cuando comprábamos pollo, y le fascinaba el queso, se los tragaba enteros, y los agarraba en el aire. Mi papá siempre jugaba con ella, le hacía la finta de que le lanzaba comida, y ella, tan inocente, se quedaba viendo al infinito esperando que cayera la comida que mi padre nunca había lanzado, mi papá disfrutaba de verla estática esperando el momento de la caída y entonces lanzaba la comida. Era una niña, desde esos tres meses en que entró a nuestras vidas, y hasta esos 18 años que tuvo de vida, era una niña, mi niña.

Pocas veces la sacamos a pasear, una vez a las lomas de Cubiro, otras un domingo a caminar en familia. Cuando fuimos a las lomas corría con una felicidad inimaginable, se sentía libre, disfrutaba del aire en su carita, le encantaba correr en la tierra, y acercarse a los caballos, ese día mientras descansábamos en la grama se acercó corriendo y quiso hacerle una finta a mi papá y sin querer le clavó uno de sus colmillos en la frente.
Hubo un tiempo, cuando en mi casa había colmenas, en que pelu sacaba su cabecita por uno de los huequitos, cada vez que mi tía tocaba la corneta, o cada vez que sentía el sonido del motor de los carros de mi casa al cruzar. También se asomaba cuando escuchaba a algún o a algunos colegas ladrar.
Tuvo dos partos, aunque siguió siendo una niña tuvo dos partos, en cada uno 8 pequeños. La ayudé en ambos, sobretodo en el primero, que de alguna manera fue el deseado, tengo que reconocer que no celebré mucho su segundo embarazo, no sólo porque no fue planificado, y el padre no era muy responsable que se diga, sino que ya sabíamos lo que significaba 8 rabitos más en la casa. Sin embargo los cuidamos, aunque en la segunda oportunidad fue mi madre quien atendió más a los pequeños. En ambos casos los regalamos a todos pese a la recomendación del doctor de que nos quedáramos con uno. El, el Doctor Dorante, siempre nos hacía buenas recomendaciones, y siempre la cuidó desde que tenía meses. Todo el vecindario se enteraba cuando la pelu venía a consulta, sobretodo sus compañeros en otras casas. El doctor la escuchaba ladrar a un par de cuadras y comenzaba a preparar el consultorio para su llegada, guardaba a sus niños y niñas, y también al loro, que tenía un odio obsesivo por las niñas catiritas como mi pelu.
Siempre lucía joven, el doctor siempre decía que parecía de diez cuando ya tenía 13. Tal vez a sus 17 vimos los años reflejarse en sus actitudes, en su cuerpesito, que ya no respondía igual, que ya no tenía mucha fuerza. Creo que mi pelu sabía el terror que yo le tenía a su partida, y sobretodo a tener que decidir por su vida, tal vez por eso decidió simplemente un día no despertar, como le pedí que se fuera, así se lo pedí, y ella hasta el final por su amor incondicional me complació.
Y aunque con ella se nos haya ido un pedacito de la vida que hemos vivido, como dijo mi papá, y aunque lloré, y lloraré siempre su partida, sé que está al lado de esa mata de aguacates en esa colina de las Delicias cercana a las lomas de Cubiro, que siempre podré tocarla nuevamente, que siempre podré ver sus ojitos pedirme y decirme cosas, que siempre escucharé sus ladridos y sentiré los latidos de su corazoncito cuando estaba asustaba, sé que recordaré sus besitos de amor, el peso de su cuerpesito cuando la cargaba para llevarla a casa, o montarla en la mesa del doctor, sus rasguños en mis piernas, sentiré su aliento respirando bajo la mesa, esos sonidos agudos que hacía cuando se quedaba encerrada en un cuarto o en el baño, sé que recorreré su cuerpito rosadito de cabellos largos color crema con mis manos para acariciarla, sus tetitas rosaditas, sus patitas blancas, sus uñitas muchas veces largas por mi descuido, su naricita fría y húmeda, su cabecita, su pelito suave, su colita moverse de alegría o de culpa, se que sentiré el olor de su pelo recién lavado, y veré sus ojos cerraditos mientras duerme, se que veré sus pátitas moverse desesperadamente cuando tiene pesadillas, sé que volveré a besarla dulcemente en su jociquito, sé que será así porque la tendré en mi recuerdo, y cada vez que quiera la llamaré, la silbaré, o le diré ¡mucha! y ella como antes, dejará de correr por esa colina y levantará con atención sus orejitas y vendrá corriendo hacia mi, como siempre hizo, como siempre ha hecho, y como siempre lo hará en mi recuerdo, mi pelu, mi mucha, mi niño muñiño.

La alegría de Ser

"Si no hay alegría, fluidez o ligereza en lo que haces, eso no significa necesariamente que tengas que cambiar lo que haces. A veces basta con cambiar la manera de hacerlo. El "cómo" siempre es más importante que el "qué". Trata de conceder mucha más atención a lo que haces que al resultado que esperas obtener. Concede toda tu atención a lo que el momento te presente. Esto implica aceptar plenamente lo que es, porque no puedes conceder toda tu atención a algo y al mismo tiempo resistirte a ello...".

El Poder del Ahora. Eckhart Tolle.